domingo, 21 de julio de 2013

Rezar en agujeros

Viajar sentado durante grandes periodos de tiempo no es cómodo. Pero comparadas con las 27 horas en aquel tren ganadero de Xian a Pekín que me tocó sufrir con Gabri hace un año, las doce horas del viaje en bus de esta noche fueron como un paseo dominguero.

La verdad es que hubo sobresaltos: un otomano monstruoso y agresivo que nos mandó cerrar el pico hacia las diez y media, y un grito desgarrador a las cuatro de la mañana que nos despertó a todos con el corazón saliéndonos del pecho y que resultó ser la pesadilla horrible de una pobre turista americana. 

Sin embargo, pese a ello, y a que el bus conoció mejores tiempos, estaba bien equipado. Además, la prestancia de los asistentes, que de vez en cuando nos ofrecían dulces y refrigerios, casi hizo el trayecto reconfortante.

Sea como fuere, el primer café en Göreme después de una noche rodando, fue reparador. Apenas despuntaba el día, pero ya el sol de la Capadocia nos golpeaba en nuestras doloridas nucas sin tregua. Así que un desayuno turco fue la mejor opción para esperar a que llegara la camioneta que nos diese un garbeo por la "Tierra de los hermosos caballos" (original significado del nombre de la región). 

Pese a ser reticentes a esa filosofía de viaje, alquilamos un tour turístico porque se nos antojaba la manera más sencilla para ver en un día lo principal de la zona. Nos ofrecieron otros tres, pero a partir de mañana la idea es alquilar motos y recorrer los parajes aledaños por nuestra cuenta.

La visita comenzó con Kaymakli, una ciudad subterránea de seis kilómetros de longitud construida por los primeros cristianos de la Capadocia que dejó tras de sí Pablo de Tarso. La hicieron para esconderse de sus enemigos: primero fueron los romanos, y posteriormente otomanos y musulmanes, los que obligaban a aquellos seguidores de Cristo a vivir como topos. Excavaron decenas de galerías laberínticas que conectan todo tipo de estancias: habitaciones, cocinas, establos, letrinas, bodegas y hasta una iglesia. En total llegaron a convivir bajo tierra cinco mil almas, con animales y enseres.

En la zona, lo de excavar en roca para vivir, refugiarse u orar era cosa corriente. Después de la ciudad nos trasladamos a una sierra dentuda bajo la que está horadada la Iglesia de las Serpientes, en honor a San Jorge. Todas las primitivas representaciones del santoral -y del propio Jesucristo- fueron profanadas por los musulmanes tras la caída del Imperio de Oriente: las imágenes tienen el rostro y los ojos arañados o parcialmente destruidos. Si los mahometanos no podían representar la cara de su profeta, mucho menos se lo iban a consentir a los infieles cristianos.

Un paseo por la sierra nos llevó a los escenarios donde se rodó una de las películas de la saga de la Guerra de las galaxias. Pasado ya el mediodía, y a la sombra de unos manzanos, nos deleitamos con los manjares de la comida turca: albóndigas de cordero, arroz con pollo y ensalada de pepino y tomate, todo ello regado con la primera cerveza del viaje. A causa del ramadán no es fácil conseguir zumo de cebada, por lo que celebramos el detalle del posadero con gran entusiasmo.

Compartíamos mesa con una pareja de escritores argentinos, otra de gringos rosados y un mejicano taciturno. El guía Fei, cuya sangre combina dos orígenes históricamente enemigos (turco y griego) nos llevó después de comer precisamente al único pueblo donde conviven las dos culturas en paz desde hace siglos.

En Mustafapasa, griegos y turcos enterraron hace tiempo el hacha de guerra y hoy se diferencian sólo en el Dios al que adoran y en el color de sus casas -amarillas los musulmanes y azules los cristianos-. En el centro de la plaza, frente a los viejos del pueblo, un gigantesco busto de Mustafá Kemal, en cuyo honor se rebautizó el lugar, vigila que esa convivencia se mantenga inamovible.

Observamos ahora el atardecer desde nuestro hostel. Tiene piscina, mucho encanto y, como no podía ser de otra manera, está excavado en la montaña. Mi mesilla es un hoyo en la roca. Mañana saldremos del agujero para elevarnos en el cielo capadocio. Hemos reservado un lugar en uno de los globos que reciben cada alba al sol del Este. 


Hasta entonces dormiremos emulando a aquellos primeros cristianos que llevaron su fe hasta lo más profundo de la tierra -en sentido literal- antes de que la Iglesia saliese de su humilde escondite para perderse a sangre y fuego en los violentos tiempos de la Edad Media.

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