martes, 30 de julio de 2013

De ruina a ruina

Se lo montaban bien los grecorromanos. Desde niño siempre me llamó la atención que una civilización tan avanzada, tan luminosa, se perdiese como lágrimas en la lluvia con el advenimiento de las oscuridades medievales. Es curioso cómo el hombre suele dar al traste con lo que hace bien de una manera tan rotunda y aparentemente inevitable.

Éfeso fue una próspera ciudad que a lo largo de su historia fue ateniense, espartana, persa y romana. Por sus calles holgazanearon ricos patricios, sangraron las huestes de Alejandro Magno y el rey Jerjes, y rezaron a los dioses personajes ilustres como Marco Aurelio o las hermanas de Cleopatra.


Era una ciudad rica, culta y populosa, con una biblioteca que poco tenía que envidiar a la de Alejandría, y un templo -el de Artemisa- que engrosó la selecta lista de las siete maravillas del mundo antiguo. 

Con el cristianismo, llegaron personajes importantes como Pablo de Tarso (que escribió sus cartas a los Efesios) e incluso una humilde capilla católica atestigua el paso de la madre de Jesús y de San Juan por aquí. Pudimos ver la casa donde supuestamente vivió sus últimos años y murió la Virgen María.

Pero el Imperio Romano degeneró, sus dirigentes se fueron corrompiendo poco a poco y las rivalidades acabaron fragmentándolo en dos. Con el paso de los años, el río revuelto fue aprovechado por los pescadores godos, que llegaron, invadieron, "godieron" de lo lindo y -fieles a su estilo- no dejaron piedra sobre piedra. Aquello sí que eran crisis. Hoy sólo quedan ruinas, bien conservadas, pero ruinas después de todo.


Es curioso pasear por el ágora o el teatro e imaginar a aquellas gentes en sus quehaceres cotidianos. Tan cotidianos como sentarse en las letrinas públicas, donde los ciudadanos se aliviaban codo con codo comentando los chascarrillos de la ciudad o "making business".

La verdad es que nuestro guía era bastante justo en cuanto a explicaciones y dicción. Es por ello que hemos optado por informarnos a través de la guía impresa y -en mi caso- por ausentarme a ratos para garabatear en mi cuaderno de viaje a alguna musa o diosa esculpida en los capiteles corintios.

El calor era sofocante y la verdad es que estábamos con una tontería encima, fruto del cansancio acumulado, que nos ha tenido haciendo el chorra una buena parte de la mañana. Yo me he ataviado con mi turbante, ese que me acompaña desde el viaje a Marruecos y Edu, a la pregunta del guía sobre su oficio, ha optado por inventarse que trabajaba en un zoo alimentando a los leones. Curiosa la cara de póquer del personal.

Después de ver la ciudad, nos hemos acercado a una fábrica de alfombras donde nos han mostrado el proceso de elaboración de la seda y el complicado tejido de las telas. Pena no ser ricos, porque la verdad es que eran una gozada.

Los precios desorbitados nos han recordado que, pese a nuestro carácter ahorrativo, este viaje también se está desorbitando poco a poco. Es por ello que hemos acordado soltar un poco el acelerador hasta el final del viaje. Esto implica: comidas de supermercado, más tés y menos cervezas, y una noche o dos de pernocta en alguna playa recogida.

El resto de la jornada ha transcurrido en una inactividad propia de los decadentes romanos, aunque nos hemos concedido un paseo por el pueblo de Selçuk, el menos turístico que hemos visto hasta hoy. 

Caminamos ahora después de jugar unas partidas de ajedrez y backgammon con té y shisha de manzana y de cenar por cuatro perras en un tugurio en el que -¡bendición!- ni el mesonero ni los parroquianos sabían ni papa de inglés. De hecho, a petición de Edu, para pedirle que en las viandas no incluyeran carne de cordero -la cual meten hasta en la sopa- he tenido que dibujar un borrego y una ternera en un papel, tachando el primero y redondeando la segunda.

Mañana tiramos de nuevo al mar, a una isla llamada Bozcaada, donde esperamos recuperar fuerzas y gastar poco.


Lo más seguro es que dividamos luego al grupo, del que me descolgaré con la intención de visitar la península de Gallipoli, escenario de una célebre batalla de la Primera Guerra Mundial. Mientras, mis compadres recorrerán los monumentos de Estambul que ya vi en mi breve pero intenso paso por la ciudad las pasadas Navidades.


Pero será sólo un día, el viernes volveremos a reunirnos para aprovechar la recta final del viaje en la ciudad de los dos continentes. La gloriosa y la vil, la próspera y la ruinosa, la pacífica y la humeante... La ciudad que refleja esa bipolaridad del ser humano que trasciende a culturas y épocas históricas, y que es capaz de construir maravillas y arruinarlas por un quítame de ahí esas pajas... Bizancio, Constantinopla... Estambul.

lunes, 29 de julio de 2013

Las puertas del infierno

Si algo tiene de particular Turquía es su accidentada geografía y su geología variopinta. Una semana después de contemplar desde el aire las fantásticas formas de las chimeneas de las hadas de la Capadocia, hemos aterrizado en Pamukkale, una aldea que aúna un tipo de formación de piedra caliza y travertina, prácticamente única en el mundo, con algunas joyas arquitectónicas romanas y helenísticas.

El viaje ha sido un poco más tedioso de lo normal. Y el chófer de nuestro minibús no ha tenido ni medio escrúpulo en llevarnos directamente al hotel de su hermano para intentar encalomarnos. Lo ha conseguido, pese a las reticencias de Edu. Después de un rato de negociación, hemos pasado por el aro de la picaresca, que en el fondo une a todos los mediterráneos, y hoy dormimos ahí. Nos había hecho una buena oferta, y con su cara de Jack Nicholson cetrino nos ha conquistado. Eso sí, mientras negociábamos, el resto del minibús esperaba varado bajo un sol de justicia. El conductor ha apaciguado al resto de viajeros -todos surcoreanos-, con canciones en japonés que ha aprendido a lo largo de su vida de encalomador. En el fondo tenía gracia el hombre.

Los griegos vieron en Pamukkale ("Castillo de Algodón" en turco) el lugar idóneo para edificar una importante ciudad 180 años antes de nacer Cristo. La llamaron Hierápolis, la ciudad sagrada.

La montaña en la que se estableció la urbe es tan lisa, reluciente y blanca, que de no ser por el calor pegajoso que reina en esta época, un viajero poco informado podría pensar que está compuesta en su totalidad de hielo. Sin embargo, su aspecto es fruto de los sedimentos que durante miles de años han dejado las aguas termales que brotan de sus entrañas y empapan sus laderas formando piscinas naturales y estalactitas.

Los romanos heredaron la ciudad de los griegos y la equiparon a su gusto con templos, un impresionante teatro para 20.000 personas, y un balneario que atraía a los nobles de todo el Imperio. Por todo ello, este lugar fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1988.


Nuestros antepasados creían que de una de sus cuevas salían los gases hediondos del dios Plutón, y no tardaron en considerar aquel agujero como una de las entradas del mismo Infierno. Aprovechando aquella creencia, los sacerdotes de la época arrojaban animales vivos para verlos palmar al inhalar el CO2 que brotaba desde el inframundo. Quién sabe si no pedían luego cuantiosas ofrendas bajo la amenaza de extender los ponzoñosos gases. Igual que en el cómic "El Adivino", de mi admirado héroe Astérix.

A las aguas termales que aprovecharon los romanos, les sacan ahora partido los turcos. Una vez pagada la entrada de la ciudad, creíamos que teníamos derecho a chapotear en una curiosa piscina cuyo fondo son restos marmóreos de aquellos tiempos. Su aguas están a 35 grados y fluyen junto al teatro. 

Puestos los bañadores y listos para saltar a las aguas termales, un vigilante nos ha parado en seco pidiendo las treinta y pico liras preceptivas. Un nuevo encalome de extras. Se ve que los habitantes de por aquí son herederos de los sacerdotes aquellos de los romanos. Por supuesto hemos optado por darnos un paseo y meter los pies en las piscinas naturales -y gratuitas- de la montaña.

En el teatro nos hemos cruzado con tres coreanitas que han vuelto a solicitarnos una foto. Esta vez he sido yo el elegido. Horas antes, unas compatriotas suyas nos habían preguntado si éramos turcos. Estamos morenos y mal afeitados, así que intuyo que nos meten en un mismo saco a todos los mediterráneos. Como cuando nosotros llamamos chinos a cualquiera de ojos un poco rasgados.

Esta noche nos retiraremos pronto al catre. Pamukkale es un pueblo polvoriento rodeado de campos de cereal y montañas que me ha recordado a ciertas aldeas de Castilla. Mañana el madrugón volverá a ser atroz. Las distancias en este país son una locura, y cada día nos metemos tal pechada de kilómetros que a estas alturas nos hubiéramos cruzado ya tres o cuatro veces España. 

Mañana a las cinco y media de la mañana parte el tren que nos llevara hasta Éfesos, otra ciudad en ruinas, pero extremadamente bien conservada. Para algunos la mejor de Europa. 

Antigua capital de la provincia romana de Asia, mañana pasearemos por sus calles, templos, teatros, bibliotecas, letrinas y hasta burdeles. Aún recuerdo nuestro interraíl de 2007, que nos llevó hasta Pompeya. 

Si Éfesos se parece algo a aquella malograda ciudad, y sabiendo lo poderosa que puede ser nuestra imaginación, ahora que la realidad mundana nos queda tan lejos como la Antigua Roma, creo que vamos a disfrutar como enanos. Como romanos enanos.

domingo, 28 de julio de 2013

Tierra a la vista

Hace un rato, durante la cena, Mario ha comentado que sentía la mesa moverse de un lado a otro. Estamos en Fethiye, en la costa mediterránea, y nos acabamos de comer un par de hermosos shivas, unos peces alargados parecidos a la lubina que acabábamos de comprar en la lonja. Tú los eliges y ellos te los asan a la brasa.

Lo del balanceo se nos ha metido dentro y tardará en salir. Hoy ha terminado nuestra travesía en barco. El "Bluekey" ha atracado en el puerto de Fethiye y nos hemos despedido de las dos pasajeras californianas, de la australiana y de la tripulación.

En la despedida, "El Moliendas", al que a partir de ahora llamaremos Ivo, su auténtico nombre, me ha dado dos cabezazos en la frente. Es esta una señal de afectuosa de despedida entre los turcos. Tras el incidente del inodoro hicimos las paces y, además de alimentarnos suculentamente, Ivo me ha enseñado algunas artes de pesca que desconocía. 

Ayer le robé al mar un gran pez cuyo nombre en español desconocemos pero que a la brasa por la noche estaba delicioso. Además del mío, cayeron tres o cuatro atunes y otro ejemplar de la misma especie, todos pescados desde la popa del barco.

Como dije, los marineros del "Bluekey" nos han dejado hacer lo que queríamos a bordo. Además de prestarme sedal, anzuelos y cebo, a Edu le dejaron pilotar el barco a toda vela durante unas cuantas millas, y Alfredo y Mario aprendieron a jugar al backgamon de la mano de Ahmed, el marino que tenía cara de persa malo.
El backgamon es un juego de mesa cuyo antiguo origen -tiene cerca de 5.000 años- se sitúa precisamente en estas tierras.


Han sido cuatro días inolvidables en los que hemos cargado pilas de brisa marina para volver otra vez a los caminos polvorientos de Anatolia. Ha habido ratos de relax, de beber un té a media tarde, de tomar el sol, de siestear en cubierta, de jugar a juegos de mesa con los marineros y nuestras compañeras de viaje después de la cena... 

Pero también ha habido tiempo para hacer el tonto, el mameluco y el pirata. Algunos hemos acabado algo magullados. Mientras nuestro barco fondeaba en calas cristalinas, hemos saltado a por un frisbie desde las mayores alturas que nos permitía el velero, hemos peleado sin cuartel en el agua, hemos andado todo el día descalzos, nos hemos expuesto al sol y al viento y tenemos salitre hasta en el cielo del paladar.

Alguno de nosotros se lleva la espalda hecha fosfatina, yo me di un tajo en el pie la primera noche, y todos estamos algo quemados... pero somos felices. 

Y especialmente lo fuimos ayer, cuando Mario nos sorprendió a todos con una botella de pacharán casero que había traído de contrabando desde nuestra patria chica. La ocasión lo merecía, pues nuestro amigo celebró su 29º cumpleaños en alta mar. Turcos y anglosajonas se quedaron encantados con este licor de nuestra tierra y todos juntos brindamos por el homenajeado, por el viaje, y por una estrella fugaz que iluminó el despejado cielo del Mediterráneo.

El tiempo ha acompañado, aunque las dos últimas noches en la mar se levantó un viento huracanado de madrugada. El fuerte aire obligó a replegar las lonas de cubierta, a atar catres y barcas auxiliares y a cobijarme -en mi caso- dentro del camarote.

La pasada noche, en un nuevo capítulo de la biografía del aventurero y explorador Luis de Saboya, leí el relato de una batalla naval librada entre Italia y Turquía en los albores de la Primera Guerra Mundial. Imaginando a los acorazados dándose estopa en las aguas que estos días surcamos, me quedé frito. 

Justo cuando me encontraba en ese primer duermevela en el que se mezclan sueños y realidades, escuché sobresaltado un enorme estrépito de hierro y el casco de la embarcación tembló como si nos hubiese alcanzado un torpedo. En seguida creí escuchar los pasos apresurados de Ivo y el resto de marineros en cubierta, así como ruido de cadenas y maromas. Sin embargo, me dormí creyendo que tal escándalo no eran sino ensoñaciones provocadas por mis lecturas.

Sin embargo, a la mañana siguiente obtuve una explicación a tan misterioso escándalo: debido a la galerna, que balanceaba nuestro bergantín como un pato en una bañera, la pesada ancla auxiliar que pende de la proa se había desprendido, golpeando en su caída el casco con gran estruendo.

Para gentes de secano como nosotros, cualquier suceso cotidiano en el gran azul es toda una aventura. Por ejemplo, yo estoy emocionado de haber podido ver tortugas marinas. Además de la que vimos en la distancia el primer día, hemos avistado otros dos hermosos ejemplares. Ayer fondeamos cerca de una playa vastísima (18 kilómetros le entendí al capitán), que es el lugar que eligen para el desove estos reptiles misteriosos y pausados.

Como ellos hacen una vez al año, nosotros volvemos a tierra firme. Fethiye nos acogerá hasta mañana, y hoy dormimos a los pies de un castillo en ruinas levantado por los cruzados.

Mañana rodaremos hasta Pammukkale, donde nos bañaremos junto a las ruinas de un balneario romano. Pasado llegaremos a Efeso, la ciudad romana mejor conservada del Mediterráneo. 

Cambiamos la navegación por la
cultura clásica. Es curioso, pero gracias al Mare Nostrum, y a nuestros abuelos los romanos, y a esa suerte de globalización de la antigüedad que propiciaron con su imperio, Turquía es un país que cada vez se nos hace menos extraño. 

Por lo menos en esta zona, sus comidas, sus paisajes, sus gentes, e incluso las aceitunas nos recuerdan un pasado remotamente común que nos hace sentir casi como en casa. Y eso que desde 1453 este fue el hogar de los enemigos de occidente. Pero eso es otra historia que ya iremos contando.

viernes, 26 de julio de 2013

El "Bluekey"

Dicen que hay dos días felices en la vida de un hombre: el día que se compra un barco y el día que lo vende. No sé si la segunda afirmación será verdadera, pero desde luego a mí, tener un barco, me haría inmensamente dichoso.

Quizá algún día, ahorrando y prescindiendo de otros placeres mundanos, me haga con uno. Socio tengo para tal empresa: mi amigo Eduardo.

Escribo desde el pueblo de Kas, como el refresco. Después de subir por sus empinadas cuestas, hemos conseguido una terracita desde la que se ve la que es nuestra casa desde hace dos días y hasta dentro de otros dos. 

Está en el puerto. Y flota. Vivimos en un barco que tomamos tras un azaroso viaje en Demre. Se trata del "Bluekey", un velero bergantín de bellas formas, veinte metros de eslora, y equipado para llevar a dieciséis personas, aparte de la tripulación. 

Hasta hoy éramos once, de muy diversas latitudes. Esta tarde el número se ha reducido y sólo somos siete: los cuatro españoles, dos gringas madre e hija, y una australiana.

La tripulación está compuesta por el capitán Ramazán, tipo enjuto de pocas palabras pero gran tolerancia; Murat, un amigo suyo que se encarga de pescar las cenas; y otros dos marineros de los que no recuerdo el nombre. A uno que está un poco pirado le apodamos Jaffar, por sus bigotes negros y su cara de persa malo. Al otro 'El Moliendas', luego explicaré el porqué. A este no le caemos bien del todo pero aparte de eso, el Moliendas es el cocinero y el más currela del grupo.

La primera tarde surcamos las aguas del Mediterráneo hasta una cala rodeada de islotes coronados por las ruinas de dos iglesias cristianas cuyas campanas hace tiempo que dejaron de tañir. Qué decir del sitio: aguas turquesas, suaves olas golpeando el casco del barco, baños al atardecer... Incluso avistamos una tortuga enorme que, como nosotros, disfrutaba de la tranquilidad de aquellas aguas.

Después de hacer el tonto con una barca hinchable, de empujarnos por la borda los unos a los otros en fracasadas pruebas de confianza, y de meter una guindilla asesina en un trozo de melón que se tragó Janfri, fuimos a otro islote en el que había una taberna pirata. Allí se concentró una multitud de pasajeros de otros veleros con ganas de fiesta. 

Fue una noche divertida y un poco loca, de la que solo diré que nos dejamos llevar por la atmósfera y la música del lugar. De vuelta al barco, nos dimos un nuevo baño y dormimos todos en cubierta escuchando el suave ronroneo de un mar que siempre se me hizo amable.

Hoy hemos fondeado en nuevas calas donde hemos jugado a mantenernos erguidos sobre una vieja tabla de windsurf. Mario ostenta el récord con 27 segundos, pero espero batirlo mañana.

Buceando en una de las calas, me he cruzado con una morena. La morena es un pez parecido a la anguila y peligroso por su fiera mordedura. Nadaba por las rocas cercanas a Kékova, una isla protegida que muestra aún los vestigios de una antigua ciudad romana arrasada por un terremoto.

Por la tarde hemos seguido navegando. Agarrados al mástil de proa como si fuéramos mascarones de madera de haya, hemos visto cómo Murat sacaba del mar un jurel y un hermoso atún que nos hemos trasegado hace un rato.

También nos han dejado pilotar la nave. En mi caso, he dado rienda suelta a mis delirios de navegante. Timón agarrado, viento en la cara y rumbo a Poniente... Esas cosas, vaya. Felicidad pura.

La convivencia a bordo es sencilla. La verdad es que al resto de pasajeros se les ve divertidos con nuestras ocurrencias, y al poco de embarcar, hicimos un grupo bien avenido. Con quien ha habido un pequeño roce ha sido con 'El Moliendas'. 

Resulta que nada más llegar al barco ayer, al visitar los camarotes para dejar los macutos, tuve la necesidad de sonarme las narices debido a un leve catarro que padezco. Lo hice con el papel higiénico de nuestro baño y después arrojé el mucoso elemento al wáter, como es lógico.

Justo después, el capitán nos reunió en popa para darnos unas sencillas  normas que seguir a bordo. La primera -y casi la única- era la siguiente: No tirar papel por el inodoro bajo ningún concepto.

Cuando oí aquella regla, pensé para mis adentros que llegaba un poco tarde, pero que en el fondo era escasa la celulosa que había tragado la taza, así que opté por hacer mutis por el foro creyendo que mi acción no tendría consecuencias mayores. 

Sin embargo, esta mañana, mientras tomaba el sol en proa, a través de un ojo de buey he oído una acalorada bronca que 'El Moliendas' echaba a uno de mis amigos en el camarote. Algo había atascado el wáter haciendo imposible que tragase lo que mi compadre acababa de dejar allí.

En fin, tras pedirle unas disculpas que le han debido de saber a rayos, nos ha dicho que nos fuéramos a nadar mientras solucionaba el asunto. Nos hemos ido discretamente mientras el pobre hombre se preparaba para moler -de ahí el mote- aquello que atascaba la tubería y que tenía como origen mi humilde pañuelo con mocos.

Bueno, pelillos a la mar. Mientras 'El Moliendas' se encargaba de deshacer el entuerto, hemos ido nadando hasta un islote de veinte metros cuadrados que tiene una antigua cisterna romana. He sido el primero en llegar y lo he bautizado como Luis de Saboya, duque de los Abruzos, explorador, aventurero, marinero, hijo de Amadeo, (efímero rey de España), y cuya biografía me estoy leyendo. Y me inspira terriblemente. Gracias por el préstamo, Gonzalo.

Y así ha terminado un nuevo día en la mar. Nos quedan dos y volveremos a tierra para descubrir pueblecitos y ruinas. Luego llegaremos hasta Estambul, donde empezó y acabará el viaje. Hasta entonces me quedo con otro verso del poema de Espronceda que tanto juego nos está dando: "Que es mi barco, mi tesoro..."

miércoles, 24 de julio de 2013

Piratas de agua dulce

Pues resulta que hoy hemos vuelto a madrugar, a recorrernos un buen porrón de kilómetros bajo un sol abrasador y a marearnos en las carreteras del Kropülu, un valle entre cadenas montañosas que recuerdan al Pirineo.

Nuestro destino era el río que da nombre al valle. Sus aguas son cristalinas y profundas, y a menudo rebotan contra el accidentado lecho del río formando rápidos y saltos de agua idóneos para la práctica del rafting. Eso es lo que hemos hecho hoy. 

Yo había montado en un bote hinchable por primera vez en junio, con una excursión del colegio, así que pensaba que iría sobradillo de experiencia para repetir la actividad que entonces practiqué en el pirenaico río Gállego. 

Sin embargo, lo que nos hemos encontrado esta mañana distaba mucho de aquella experiencia.
Imaginen cientos de personas, trescientas más o menos. Familias enteras de turcos, rumanos, algún nórdico y rusos, muchos rusos chapoteando en las orillas del río, rojos como cangrejos y uniformados todos con raídos chalecos salvavidas, escarpines de caucho y casco plasticoso. El bullicioso grupo emitía un ruido -entre risas, gritos y lloros de niño- que habrá forzado a no pocas truchas al exilio.

Todo el mundo hacía cola para hacerse una foto bajo una cascada al comienzo del río, antes aún de embarcar. La verdad es que el panorama de tanto turista concentrado chillando y salpicándose agua nos ha dado un cierto bajoncillo. 

Pero nuestra suerte ha cambiado al subirnos al bote. Arás, nuestro patrón, turco oscuro de tez y muy risueño, no hablaba ningún idioma más allá del que le enseñaron sus padres. Un joven monitor de otra barca le ha tenido que recordar las cuatro instrucciones básicas en inglés para que le entendiésemos una vez en el agua: "Forward!! Back!! Stop!! He-ho-he-ho!!".

Eso ha sido todo, ni la típica charlita sobre qué hacer y no hacer a bordo, ni la más mínima indicación de seguridad (cómo agarrarse, qué posición adoptar en caso de irse al agua por accidente)... nada que recordase al protocolario prólogo de experiencias anteriores. A bordo, además del patrón, íbamos el grupo de seis españoles, y un par de jóvenes coreanos.

"Esto promete", hemos pensado cuando el esquife comenzaba a deslizarse por el agua. Y así ha sido. Pese a que las aguas bravas distaban bastante de las fuertes corrientes de Huesca, había más de un paso divertido. Pero lo mejor de todo, es que nuestras ansias de hacer el chorra no sólo no se han visto cortadas por nuestro patrón, sino que él mismo se ha sumado al cachondeo desde el primer momento y durante los 14 kilómetros de recorrido. 

Nos hemos dedicado a remar -a ratos- pero sobre todo a abordar a otras lanchas repletas de rubicundos marineros, a traicionarnos repentina y constantemente los unos a los otros para arrojarnos a las procelosas aguas, a levantarnos, a salpicarnos, a saltar del bote, a amotinarnos y a batallar. En fin, todo lo que siempre prohíben en actividades así.

Antes del primer meandro, uno de los coreanos ya estaba sangrando por la nariz, pero no le importaba, él y su amigo reían divertidos cada vez que nos agredíamos los unos a los otros o que alguien gritaba: "¡Attaaaack!".

En un par de ocasiones, hemos logrado arrojar por la borda al capitán, haciéndonos durante un fugaz instante con el mando de la embarcación. Eso sí, los cabecillas de la rebelión lo hemos pagado con creces cuando Arás ha regresado a bordo.


Había ratos, cuando las peleas para arrojarnos los unos a los otros se hacían encarnizadas o tenían lugar en tramos de más corriente o menor profundidad, en que Arás fingía ponerse serio. 

En cuanto cesábamos de liarla, el tío aprovechaba para atacar por sorpresa y sacarnos de la barca a traición. Ha habido momentos en que nuestros ataques a otras lanchas eran respondidos con fiereza. En una momento de la contienda, se han aliado contra nosotros varios botes y la furia del combate ha sido tal que he imaginado por un momento estar peleando en Lepanto. Ya saben, por lo de turcos y cristianos dándose estopa en el agua...

Acabada la batalla, la vuelta a Antalya se ha hecho pesada, y larga. Hemos llegado mucho más tarde de lo previsto, por lo que hemos perdido el bus que había de llevarnos a Olympos. Haciendo de tripas corazón, hemos reservado otra noche en nuestro hostal con piscina y mañana ya madrugaremos para la siguiente etapa. 

Olympos, ciudad costera fundada por los griegos, fue tomada y saqueada hace veinte siglos por los piratas cilicios y sobrevivió hasta nuestros días. Lo que no saben sus tranquilos habitantes es que mañana les espera una nueva invasión, esta vez quizás hasta más temible. Se acercan a sus fronteras los piratas de agua dulce.

martes, 23 de julio de 2013

Cambio de rumbo...

Hoy hemos llegado al mar. Después de la aridez y la sequedad de la Capadocia, hemos arribado a la costa mediterránea, a una ciudad llamada Antalya, que se abre imponente al inmenso azul y queda atrapada entre el agua y unas montañas impresionantes que mañana conoceremos.

Aunque la brisa del mar se agradece, la temperatura y la humedad son mayores que en las abruptas colinas de la Capadocia. Es por ello que, cuando hemos llegado a la abrasadora terminal de autobuses después de otra noche en carretera (más dura aún que la anterior), parecíamos caminantes sacados de The Walking Dead, y apenas respondíamos a estímulos más allá de emitir un leve gruñido.


Nos ha costado una hora llegar a nuestro hostal, pero ha sido como encontrar un oasis en el Sahara. A muy buen precio, ante nuestra habitación había una piscina y una terracita sombría.

Y así, como soldados que vienen agotados del frente, nos hemos tirado la mañana dormitando, bañándonos y tomando el sol en el jardín del hostal, que por cierto está a un paso de los acantilados marinos.

La ciudad es agradable, limpia y su parte antigua está muy bien conservada. Un tranvía la cruza de parte a parte, y desde él hemos observado el modus vivendi de los lugareños.

Las calles, atestadas de puestos de especias, tés y alfombras, están casi vacías de turistas. Esto es raro, teniendo en cuenta que es este uno de los destinos por excelencia del país. 


Así puede comprobarse en el pequeño puerto deportivo. Decenas de barcos que imitan ser galeras romanas o piratas bereberes fondean a la espera de visitantes que desembolsen una buena suma para cruzar las aguas del golfo. Todos ellos se mecían tristemente vacíos por el oleaje a la caída del sol.

Tampoco hay mucha gente en nuestro alojamiento. El motivo parece ser la inestabilidad política y los disturbios que comenzaron hace un tiempo en Estambul. Los medios de comunicación han trasladado en los últimos meses la apariencia de un país en llamas, tomado por la policía y rodeado de estados islámicos al borde o en plena guerra civil. Esto ha espantado a muchos viajeros, haciendo que los precios bajen y las posibilidades de visitar lugares emblemáticos tranquilamente aumenten.

Así ha ocurrido en el caso del museo de la ciudad. Ha sido como pasear a solas por Roma y Grecia. Emperadores, sepulcros de ricos patricios y, sobre todo, esculturas de dioses y personajes de la mitología grecolatina nos recordaban el pasado tan rico en historia y arte clásicos de la tierra que hollamos sin las molestas de los flashes constantes de otros visitantes.

Mañana olvidaremos un poco a los romanos y nos dedicaremos a una nueva aventura, otra vez, tirada de precio. Después de reposar la osamenta en el hostal, nos dirigiremos al interior para hacer rafting en un valle salvaje junto a Franky y Aldara. 

Por cierto, hablando de aventuras, acabo de recibir noticias de otros caminantes que recorren estos días el Norte de España rumbo a Santiago. Aprovecho esta bitácora para mandarles un fuerte abrazo.

Y nosotros volvemos pues al campo de batalla tras un leve reposo. Nuestro rumbo es de nuevo Occidente, igual que los peregrinos jacobeos. Lo seguiremos por la costa y llegaremos en unos días a Estambul, siguiendo las huellas de aquellos romanos que salieron en desbandada hace siglos. Y que dejaron tras de sí únicamente sus serenos retratos enterrados.




lunes, 22 de julio de 2013

De globos y hadas

Nos despedimos de Capadocia. Esta noche toca de nuevo maratón autobusero nocturno. Esta fórmula, aunque incómoda, es perfecta para aunar ahorro económico (una noche de hostal) y de tiempo, especialmente cuando las distancias que tocan recorrer son tan vastas como las de Turquía. Cuando mañana al alba lleguemos a nuestro nuevo destino, Altaya, en la costa sur mediterránea del país, habremos cerrado un triángulo de unos mil seiscientos kilómetros, cubiertos en tres jornadas.


Sin embargo las distancias son relativas a vista de pájaro. O de globo.
Esta mañana nos hemos levantado cuando aún no habían puesto las calles. No ha sido fácil, pues la cena de ayer en una posada de Göreme, con queso y yoghurt casero, viandas típicas de la zona y vino de la Capadocia, fue copiosa. El vino, dulzón, suave y agradable al paladar, es el segundo pilar económico de Capadocia por detrás del turismo. Había que probar los caldos y efectivamente anoche lo hicimos. 
Pese a los taninos aún presentes en nuestras bocas, hemos sido disciplinados y, a las cuatro de la mañana, estábamos prestos en la plaza del pueblo. La empresa merecía el esfuerzo: íbamos a volar.


Un viento mañanero ha amenazado con dar al traste con nuestras ilusiones mongolfieras, pero al final solo ha supuesto un breve retraso y un poco más de aventura a seiscientos metros de altitud.
El silencio del cielo, sólo roto por las descargas de aire caliente que nos mantenían a flote, ha sido una experiencia difícilmente comparable a cualquier otra. El paisaje abrupto y árido de la Capadocia, con sus chimeneas de fantasía, sus colinas cenicientas y su cielo blando y rosado, nos ha transportado a un estado de paz que en seguida ha sustituido el vértigo del desafío.

Volar el sueño del ser humano desde que ostenta tal nombre. Y hacerlo en un lugar con tanto encanto ha sido un privilegio difícil de olvidar. Y menos, sabiendo que tanto la cesta como el globo eran de fabricación española. Nuestro país, cosa curiosa, es uno de los principales exportadores de los aerostáticos.

El horizonte estaba jalonado de decenas de otros globos suspendidos, como si algún titán los hubiese colgado allí de adorno. Nuestro piloto subía y bajaba hasta casi rozar las crestas de las rocas y los árboles, demostrando una pericia que sólo superan las aves.

Sin embargo, llegado un punto, el viento ha vuelto a levantarse de nuevo, haciendo del aterrizaje algo  muy alejado de la serenidad anterior. Digamos que un piano arrojado desde lo alto del edificio Singular habría llegado al suelo de una manera más grácil que nosotros. "Landing position!!", ha gritado el globero cuando nos acercábamos a un campo de cereal. Esto es: rodillas flexionadas, culo en pompa haciendo presión contra la pared del cesto, manos asidas a unas cuerdas, y cara de esperar un puñetazo de Mike Tyson en las costillas.

El viento nos ha arrastrado a nosotros, al piloto, a un rumano y a una familia de japoneses, varios metros una vez alcanzada la tierra, y hemos dejado un surco de varios metros en el sembrado. Como el que deja el toro arrastrado por las mulillas.

Durante unos instantes, había que vernos en la "landing position", pero con el cesto volcado en el suelo, con los japoneses cagándose en los muertos de alguno, y nosotros con una risa nerviosa difícil de controlar. Un show. Janfri hasta ha tenido la genial idea de ponerse a hacer fotos aún sin levantarse del suelo.
En fin, una dosis de emoción a un bello paseo aéreo.

El resto del día lo hemos invertido en recorrer la zona con unas motos de tiempos de Atartük. Conducían Mario y Janfri, siendo Edu y yo los paquetes. La escena era graciosa porque nuestros cascos eran una imitación de los que lucía el ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Parecíamos sacados de alguna comedia tipo 'La Vaquilla', de Berlanga.


Hemos visitado al principio el Museo al Aire Libre en compañía de Franky y Aldara, con los que nos hemos reencontrado. Es un complejo monástico bizantino, de nuevo excavado en las chimeneas de basalto que el viento ha convertido en esculturas pintorescas a lo largo de los siglos. Una jovencita japonesa ha debido de encontrar más interesante a Mario que a los numerosos Pantócrators de las bóvedas trogloditas, ya que le ha pedido retratarse junto a el. En fin, cosas de los nipones.


Después del museo, con sus frescos bizantinos y sus tumbas abiertas, hemos seguido la ruta descubriendo pueblos como Avanos, atravesado por un imponente río que rompe la sequedad imperante, Ürgüp, que funde vivienda y roca, y las chimeneas de las hadas de Pasabag, donde hemos visto ocultarse al sol poco a poco.

Si algo caracteriza a la zona, es su rarísima geología, de origen volcánico y que con ayuda de la erosión permite formas como de cuento de Tolkien.

También su gastronomía. Hoy, junto al río de Avanos, nos hemos vuelto a deleitar a buen precio con los sabrosos guisos capadocios. En especial uno a base de pollo, berenjena y otros vegetales, cocido en un botijo de barro cerrado que he tenido que romper con un par de golpes secos de machete siguiendo las instrucciones del patrón.

Momentos. Momentos que aderezan un viaje que, aunque intenso y un poco saturado de turistas, también nos permite encontrar remansos de tranquilidad en recoletas teterías. 

Uno de los mejores ratos ha sido la siesta en los cojines del establecimiento de una viejecita a la que hemos esperado a que acabase de rezar para pedirle el té. Ese momento nos ha permitido disfrutar de un oasis, a la sombra de los montes y de los árboles. Y para acabar la primera etapa del viaje, hemos digerido las emociones acumuladas, antes de cambiar mañana la magia de la Capadocia por la luz del Mediterráneo.


domingo, 21 de julio de 2013

Rezar en agujeros

Viajar sentado durante grandes periodos de tiempo no es cómodo. Pero comparadas con las 27 horas en aquel tren ganadero de Xian a Pekín que me tocó sufrir con Gabri hace un año, las doce horas del viaje en bus de esta noche fueron como un paseo dominguero.

La verdad es que hubo sobresaltos: un otomano monstruoso y agresivo que nos mandó cerrar el pico hacia las diez y media, y un grito desgarrador a las cuatro de la mañana que nos despertó a todos con el corazón saliéndonos del pecho y que resultó ser la pesadilla horrible de una pobre turista americana. 

Sin embargo, pese a ello, y a que el bus conoció mejores tiempos, estaba bien equipado. Además, la prestancia de los asistentes, que de vez en cuando nos ofrecían dulces y refrigerios, casi hizo el trayecto reconfortante.

Sea como fuere, el primer café en Göreme después de una noche rodando, fue reparador. Apenas despuntaba el día, pero ya el sol de la Capadocia nos golpeaba en nuestras doloridas nucas sin tregua. Así que un desayuno turco fue la mejor opción para esperar a que llegara la camioneta que nos diese un garbeo por la "Tierra de los hermosos caballos" (original significado del nombre de la región). 

Pese a ser reticentes a esa filosofía de viaje, alquilamos un tour turístico porque se nos antojaba la manera más sencilla para ver en un día lo principal de la zona. Nos ofrecieron otros tres, pero a partir de mañana la idea es alquilar motos y recorrer los parajes aledaños por nuestra cuenta.

La visita comenzó con Kaymakli, una ciudad subterránea de seis kilómetros de longitud construida por los primeros cristianos de la Capadocia que dejó tras de sí Pablo de Tarso. La hicieron para esconderse de sus enemigos: primero fueron los romanos, y posteriormente otomanos y musulmanes, los que obligaban a aquellos seguidores de Cristo a vivir como topos. Excavaron decenas de galerías laberínticas que conectan todo tipo de estancias: habitaciones, cocinas, establos, letrinas, bodegas y hasta una iglesia. En total llegaron a convivir bajo tierra cinco mil almas, con animales y enseres.

En la zona, lo de excavar en roca para vivir, refugiarse u orar era cosa corriente. Después de la ciudad nos trasladamos a una sierra dentuda bajo la que está horadada la Iglesia de las Serpientes, en honor a San Jorge. Todas las primitivas representaciones del santoral -y del propio Jesucristo- fueron profanadas por los musulmanes tras la caída del Imperio de Oriente: las imágenes tienen el rostro y los ojos arañados o parcialmente destruidos. Si los mahometanos no podían representar la cara de su profeta, mucho menos se lo iban a consentir a los infieles cristianos.

Un paseo por la sierra nos llevó a los escenarios donde se rodó una de las películas de la saga de la Guerra de las galaxias. Pasado ya el mediodía, y a la sombra de unos manzanos, nos deleitamos con los manjares de la comida turca: albóndigas de cordero, arroz con pollo y ensalada de pepino y tomate, todo ello regado con la primera cerveza del viaje. A causa del ramadán no es fácil conseguir zumo de cebada, por lo que celebramos el detalle del posadero con gran entusiasmo.

Compartíamos mesa con una pareja de escritores argentinos, otra de gringos rosados y un mejicano taciturno. El guía Fei, cuya sangre combina dos orígenes históricamente enemigos (turco y griego) nos llevó después de comer precisamente al único pueblo donde conviven las dos culturas en paz desde hace siglos.

En Mustafapasa, griegos y turcos enterraron hace tiempo el hacha de guerra y hoy se diferencian sólo en el Dios al que adoran y en el color de sus casas -amarillas los musulmanes y azules los cristianos-. En el centro de la plaza, frente a los viejos del pueblo, un gigantesco busto de Mustafá Kemal, en cuyo honor se rebautizó el lugar, vigila que esa convivencia se mantenga inamovible.

Observamos ahora el atardecer desde nuestro hostel. Tiene piscina, mucho encanto y, como no podía ser de otra manera, está excavado en la montaña. Mi mesilla es un hoyo en la roca. Mañana saldremos del agujero para elevarnos en el cielo capadocio. Hemos reservado un lugar en uno de los globos que reciben cada alba al sol del Este. 


Hasta entonces dormiremos emulando a aquellos primeros cristianos que llevaron su fe hasta lo más profundo de la tierra -en sentido literal- antes de que la Iglesia saliese de su humilde escondite para perderse a sangre y fuego en los violentos tiempos de la Edad Media.