lunes, 22 de julio de 2013

De globos y hadas

Nos despedimos de Capadocia. Esta noche toca de nuevo maratón autobusero nocturno. Esta fórmula, aunque incómoda, es perfecta para aunar ahorro económico (una noche de hostal) y de tiempo, especialmente cuando las distancias que tocan recorrer son tan vastas como las de Turquía. Cuando mañana al alba lleguemos a nuestro nuevo destino, Altaya, en la costa sur mediterránea del país, habremos cerrado un triángulo de unos mil seiscientos kilómetros, cubiertos en tres jornadas.


Sin embargo las distancias son relativas a vista de pájaro. O de globo.
Esta mañana nos hemos levantado cuando aún no habían puesto las calles. No ha sido fácil, pues la cena de ayer en una posada de Göreme, con queso y yoghurt casero, viandas típicas de la zona y vino de la Capadocia, fue copiosa. El vino, dulzón, suave y agradable al paladar, es el segundo pilar económico de Capadocia por detrás del turismo. Había que probar los caldos y efectivamente anoche lo hicimos. 
Pese a los taninos aún presentes en nuestras bocas, hemos sido disciplinados y, a las cuatro de la mañana, estábamos prestos en la plaza del pueblo. La empresa merecía el esfuerzo: íbamos a volar.


Un viento mañanero ha amenazado con dar al traste con nuestras ilusiones mongolfieras, pero al final solo ha supuesto un breve retraso y un poco más de aventura a seiscientos metros de altitud.
El silencio del cielo, sólo roto por las descargas de aire caliente que nos mantenían a flote, ha sido una experiencia difícilmente comparable a cualquier otra. El paisaje abrupto y árido de la Capadocia, con sus chimeneas de fantasía, sus colinas cenicientas y su cielo blando y rosado, nos ha transportado a un estado de paz que en seguida ha sustituido el vértigo del desafío.

Volar el sueño del ser humano desde que ostenta tal nombre. Y hacerlo en un lugar con tanto encanto ha sido un privilegio difícil de olvidar. Y menos, sabiendo que tanto la cesta como el globo eran de fabricación española. Nuestro país, cosa curiosa, es uno de los principales exportadores de los aerostáticos.

El horizonte estaba jalonado de decenas de otros globos suspendidos, como si algún titán los hubiese colgado allí de adorno. Nuestro piloto subía y bajaba hasta casi rozar las crestas de las rocas y los árboles, demostrando una pericia que sólo superan las aves.

Sin embargo, llegado un punto, el viento ha vuelto a levantarse de nuevo, haciendo del aterrizaje algo  muy alejado de la serenidad anterior. Digamos que un piano arrojado desde lo alto del edificio Singular habría llegado al suelo de una manera más grácil que nosotros. "Landing position!!", ha gritado el globero cuando nos acercábamos a un campo de cereal. Esto es: rodillas flexionadas, culo en pompa haciendo presión contra la pared del cesto, manos asidas a unas cuerdas, y cara de esperar un puñetazo de Mike Tyson en las costillas.

El viento nos ha arrastrado a nosotros, al piloto, a un rumano y a una familia de japoneses, varios metros una vez alcanzada la tierra, y hemos dejado un surco de varios metros en el sembrado. Como el que deja el toro arrastrado por las mulillas.

Durante unos instantes, había que vernos en la "landing position", pero con el cesto volcado en el suelo, con los japoneses cagándose en los muertos de alguno, y nosotros con una risa nerviosa difícil de controlar. Un show. Janfri hasta ha tenido la genial idea de ponerse a hacer fotos aún sin levantarse del suelo.
En fin, una dosis de emoción a un bello paseo aéreo.

El resto del día lo hemos invertido en recorrer la zona con unas motos de tiempos de Atartük. Conducían Mario y Janfri, siendo Edu y yo los paquetes. La escena era graciosa porque nuestros cascos eran una imitación de los que lucía el ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Parecíamos sacados de alguna comedia tipo 'La Vaquilla', de Berlanga.


Hemos visitado al principio el Museo al Aire Libre en compañía de Franky y Aldara, con los que nos hemos reencontrado. Es un complejo monástico bizantino, de nuevo excavado en las chimeneas de basalto que el viento ha convertido en esculturas pintorescas a lo largo de los siglos. Una jovencita japonesa ha debido de encontrar más interesante a Mario que a los numerosos Pantócrators de las bóvedas trogloditas, ya que le ha pedido retratarse junto a el. En fin, cosas de los nipones.


Después del museo, con sus frescos bizantinos y sus tumbas abiertas, hemos seguido la ruta descubriendo pueblos como Avanos, atravesado por un imponente río que rompe la sequedad imperante, Ürgüp, que funde vivienda y roca, y las chimeneas de las hadas de Pasabag, donde hemos visto ocultarse al sol poco a poco.

Si algo caracteriza a la zona, es su rarísima geología, de origen volcánico y que con ayuda de la erosión permite formas como de cuento de Tolkien.

También su gastronomía. Hoy, junto al río de Avanos, nos hemos vuelto a deleitar a buen precio con los sabrosos guisos capadocios. En especial uno a base de pollo, berenjena y otros vegetales, cocido en un botijo de barro cerrado que he tenido que romper con un par de golpes secos de machete siguiendo las instrucciones del patrón.

Momentos. Momentos que aderezan un viaje que, aunque intenso y un poco saturado de turistas, también nos permite encontrar remansos de tranquilidad en recoletas teterías. 

Uno de los mejores ratos ha sido la siesta en los cojines del establecimiento de una viejecita a la que hemos esperado a que acabase de rezar para pedirle el té. Ese momento nos ha permitido disfrutar de un oasis, a la sombra de los montes y de los árboles. Y para acabar la primera etapa del viaje, hemos digerido las emociones acumuladas, antes de cambiar mañana la magia de la Capadocia por la luz del Mediterráneo.


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