viernes, 26 de julio de 2013

El "Bluekey"

Dicen que hay dos días felices en la vida de un hombre: el día que se compra un barco y el día que lo vende. No sé si la segunda afirmación será verdadera, pero desde luego a mí, tener un barco, me haría inmensamente dichoso.

Quizá algún día, ahorrando y prescindiendo de otros placeres mundanos, me haga con uno. Socio tengo para tal empresa: mi amigo Eduardo.

Escribo desde el pueblo de Kas, como el refresco. Después de subir por sus empinadas cuestas, hemos conseguido una terracita desde la que se ve la que es nuestra casa desde hace dos días y hasta dentro de otros dos. 

Está en el puerto. Y flota. Vivimos en un barco que tomamos tras un azaroso viaje en Demre. Se trata del "Bluekey", un velero bergantín de bellas formas, veinte metros de eslora, y equipado para llevar a dieciséis personas, aparte de la tripulación. 

Hasta hoy éramos once, de muy diversas latitudes. Esta tarde el número se ha reducido y sólo somos siete: los cuatro españoles, dos gringas madre e hija, y una australiana.

La tripulación está compuesta por el capitán Ramazán, tipo enjuto de pocas palabras pero gran tolerancia; Murat, un amigo suyo que se encarga de pescar las cenas; y otros dos marineros de los que no recuerdo el nombre. A uno que está un poco pirado le apodamos Jaffar, por sus bigotes negros y su cara de persa malo. Al otro 'El Moliendas', luego explicaré el porqué. A este no le caemos bien del todo pero aparte de eso, el Moliendas es el cocinero y el más currela del grupo.

La primera tarde surcamos las aguas del Mediterráneo hasta una cala rodeada de islotes coronados por las ruinas de dos iglesias cristianas cuyas campanas hace tiempo que dejaron de tañir. Qué decir del sitio: aguas turquesas, suaves olas golpeando el casco del barco, baños al atardecer... Incluso avistamos una tortuga enorme que, como nosotros, disfrutaba de la tranquilidad de aquellas aguas.

Después de hacer el tonto con una barca hinchable, de empujarnos por la borda los unos a los otros en fracasadas pruebas de confianza, y de meter una guindilla asesina en un trozo de melón que se tragó Janfri, fuimos a otro islote en el que había una taberna pirata. Allí se concentró una multitud de pasajeros de otros veleros con ganas de fiesta. 

Fue una noche divertida y un poco loca, de la que solo diré que nos dejamos llevar por la atmósfera y la música del lugar. De vuelta al barco, nos dimos un nuevo baño y dormimos todos en cubierta escuchando el suave ronroneo de un mar que siempre se me hizo amable.

Hoy hemos fondeado en nuevas calas donde hemos jugado a mantenernos erguidos sobre una vieja tabla de windsurf. Mario ostenta el récord con 27 segundos, pero espero batirlo mañana.

Buceando en una de las calas, me he cruzado con una morena. La morena es un pez parecido a la anguila y peligroso por su fiera mordedura. Nadaba por las rocas cercanas a Kékova, una isla protegida que muestra aún los vestigios de una antigua ciudad romana arrasada por un terremoto.

Por la tarde hemos seguido navegando. Agarrados al mástil de proa como si fuéramos mascarones de madera de haya, hemos visto cómo Murat sacaba del mar un jurel y un hermoso atún que nos hemos trasegado hace un rato.

También nos han dejado pilotar la nave. En mi caso, he dado rienda suelta a mis delirios de navegante. Timón agarrado, viento en la cara y rumbo a Poniente... Esas cosas, vaya. Felicidad pura.

La convivencia a bordo es sencilla. La verdad es que al resto de pasajeros se les ve divertidos con nuestras ocurrencias, y al poco de embarcar, hicimos un grupo bien avenido. Con quien ha habido un pequeño roce ha sido con 'El Moliendas'. 

Resulta que nada más llegar al barco ayer, al visitar los camarotes para dejar los macutos, tuve la necesidad de sonarme las narices debido a un leve catarro que padezco. Lo hice con el papel higiénico de nuestro baño y después arrojé el mucoso elemento al wáter, como es lógico.

Justo después, el capitán nos reunió en popa para darnos unas sencillas  normas que seguir a bordo. La primera -y casi la única- era la siguiente: No tirar papel por el inodoro bajo ningún concepto.

Cuando oí aquella regla, pensé para mis adentros que llegaba un poco tarde, pero que en el fondo era escasa la celulosa que había tragado la taza, así que opté por hacer mutis por el foro creyendo que mi acción no tendría consecuencias mayores. 

Sin embargo, esta mañana, mientras tomaba el sol en proa, a través de un ojo de buey he oído una acalorada bronca que 'El Moliendas' echaba a uno de mis amigos en el camarote. Algo había atascado el wáter haciendo imposible que tragase lo que mi compadre acababa de dejar allí.

En fin, tras pedirle unas disculpas que le han debido de saber a rayos, nos ha dicho que nos fuéramos a nadar mientras solucionaba el asunto. Nos hemos ido discretamente mientras el pobre hombre se preparaba para moler -de ahí el mote- aquello que atascaba la tubería y que tenía como origen mi humilde pañuelo con mocos.

Bueno, pelillos a la mar. Mientras 'El Moliendas' se encargaba de deshacer el entuerto, hemos ido nadando hasta un islote de veinte metros cuadrados que tiene una antigua cisterna romana. He sido el primero en llegar y lo he bautizado como Luis de Saboya, duque de los Abruzos, explorador, aventurero, marinero, hijo de Amadeo, (efímero rey de España), y cuya biografía me estoy leyendo. Y me inspira terriblemente. Gracias por el préstamo, Gonzalo.

Y así ha terminado un nuevo día en la mar. Nos quedan dos y volveremos a tierra para descubrir pueblecitos y ruinas. Luego llegaremos hasta Estambul, donde empezó y acabará el viaje. Hasta entonces me quedo con otro verso del poema de Espronceda que tanto juego nos está dando: "Que es mi barco, mi tesoro..."

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